Por qué esa vieja civilización sigue siendo un punto de referencia, se pregunta el novelista e historiador Valerio Manfredi; en su opinión, sigue brindado muchas lecciones, entre otras sobre el auge y la caída del poder.
La nación.
ace unos meses, por efecto de una serie de equívocos, las redes sociales instalaron con su arbitrariedad habitual una pregunta: ¿por qué los hombres corrientes piensan tanto en el Imperio Romano?
Entre la curiosidad y la broma, sin embargo, tal interrogante no se focaliza en lo insólito del asunto ni en su tajante totalización del género masculino. De hecho, la pregunta ni siquiera indaga en los motivos para pensar en aquella civilización vasta y poderosa que dio forma al mundo desde el siglo VIII antes de Cristo y se extinguió 1200 años después. Solo se concentra en la inexplicable frecuencia con la que, al parecer, el “recuerdo” emerge en la mente masculina del siglo XXI. ¿Anhelos viriles de orden y previsión? ¿Melancolía por una era con roles y tareas bien compartimentadas entre hombres y mujeres?
Mientras algunos testimonios ratifican el fenómeno y las más diversas teorías de género intentan explicar sus causas, la aparición de ensayos como La herencia de Roma, coescrito por el historiador italiano Valerio Massimo Manfredi (Módena, 1943), autor de exitosas novelas sobre el mundo antiguo, y su hijo Fabio (1987), lo corroboran. Algo de las célebres siglas latinas S.P.Q.R., presentes en todos los estandartes romanos y traducibles como “el senado y el pueblo de Roma”, persiste entre nosotros.
“Pensar en Roma es atesorar experiencias que, a veces, trazan líneas de sorprendente actualidad entre la prosperidad y el caos”
Según los Manfredi, lo verdaderamente curioso sería dejar de pensar en Roma. ¿El motivo? La importancia de sus grandes lecciones asociadas al auge y la caída del poder. “El equilibrio entre deberes y derechos cimenta el pacto social y crea un círculo virtuoso entre los dos polos del ciudadano y el Estado”, advierten los autores a la luz de lo que Roma supo ofrecer tanto a súbditos como a ciudadanos. Por lo tanto, “cuando se afloja este vínculo que ata a los individuos a la colectividad, se afloja también la entrega de los ciudadanos a la res publica. Si se pierde de vista la conciencia de que estamos ligados unos a otros por un pacto, desaparece la conciencia del propio papel del ciudadano, con los deberes no tanto solo legales como también, y sobre todo, morales que esto comporta”.
Pensar en Roma es atesorar experiencias que, a veces, trazan líneas de sorprendente actualidad entre la prosperidad y el caos. “Si en nombre del interés personal dejamos de pensarnos como miembros de una comunidad, nos preguntaremos, por ejemplo, para qué pagar impuestos. Y así, por un malentendido concepto de ‘libertad privada’, seremos inducidos a ver el Estado no como una organización de los ciudadanos en protección de las libertades de todos, sino como un enemigo”, escriben los Manfredi.
Por supuesto, aclararán los autores, estas lecciones nacieron de errores que a lo largo de sus etapas monárquicas, republicanas e imperiales, los romanos aprendieron de un modo casi siempre atroz.
En el sinuoso camino hacia un reconocimiento completo de sus “raíces multiétnicas”, como ahora podría definirse a la combinación de las tribus latinas, sabinas y etruscas que dieron origen a Roma, la fantástica expansión militar, cultural, religiosa y económica a lo largo y a lo ancho del mundo conocido de su tiempo no estuvo exenta de masacres, latrocinios, traiciones y contragolpes internos y externos que dejaron a los romanos, en ocasiones, al borde de la extinción (como ocurrió con la victoria del general cartaginés Aníbal en Cannas, la actual Apulia, en agosto del año 216 antes de Cristo).
Aun así, si Roma prevaleció, enseña La herencia de Roma, fue porque entendió que sus conquistas eran inseparables de una “expansión de derechos”. De ahí que la condición de civis romanus (“ciudadano romano”), a la que incluso los esclavos podían aspirar, equilibrara mediante lo que en la actualidad se estudia como Derecho Romano una variedad de garantías, derechos y deberes tanto para los conquistadores como para los conquistados. Por otro lado, “el resto, la filosofía preliminar”, añaden los Manfredi, “estaba considerado fútil o pernicioso, ‘cosa de griegos’”.
Frente a este descuido, sin embargo, una reciente edición comentada de El arte de ser libre, basada en las lecciones del filósofo griego Epícteto, nos devuelve a otra zona de la vigencia de Roma: el renacido interés por el estoicismo. A partir del siglo II antes de Cristo, por su aproximación racional y serena ante las tragedias de la vida, esta filosofía tuvo mucho éxito entre los romanos.
Como esclavo en Roma, Epícteto conoció la escuela estoica a finales del siglo I después de Cristo. Más tarde, exiliado en Nicópolis, una ciudad romana en Grecia donde enseñó filosofía, su línea particular de pensamiento, ligado a la libertad y la interacción con la naturaleza física del hombre y el mundo, convocó a distintos integrantes de la clase dirigente romana.
Con la felicidad como meta, explica el especialista en estudios clásicos Anthony Long en El arte de ser libre, “para dar lugar al bien del otro, Epícteto necesita demostrar que su mensaje de libertad mental no implica un beneficio egoísta, sino que es socialmente ventajoso y está además en consonancia con la vida en armonía con la naturaleza humana interpretada en sentido amplio”.
Mientras tanto, la pregunta de por qué Roma invade numerosas conciencias sigue abierta en las redes. No obstante, Epícteto, con uno de sus consejos estoicos recopilados en el Enquiridión, podría colocar este extravagante problema en un lugar preciso: “Si alguien entregara tu cuerpo al primero que pasase, te pondrías furioso. Sin embargo, tú mismo entregas tu mente a cualquiera para que, si te insulta, esta caiga presa de la angustia y la confusión. ¿Esto no te avergüenza?”.
Por Nicolás Mavrakis.